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17 noviembre 2008 1 17 /11 /noviembre /2008 00:00

El ser humano, a través de la historia, se ha desarrollado en sociedades cada vez más organizadas y reguladas. La organización primaria siempre ha sido la familia; luego la comunidad, nuestro entorno más inmediato, y después el país; para finalmente ser parte integrante de la humanidad, del mundo. La relación que todo humano mantiene con su país es recíproca; en un sentido está la nacionalidad, con las garantías y derechos que ello representa, y en otro está la identidad y sentido de pertenencia, con los deberes y obligaciones que nos conminan a anteponer el interés nacional a cualquier pretensión foránea.

El venezolano es, sin arrebatos, profundamente nacionalista; pero con una consciencia latinoamericana que data de la época independentista. Con Bolívar al frente, recorrimos medio continente y perdimos más de la mitad de la población productiva con la bandera de la libertad, no de la conquista. Había, sin embargo y más allá de un ideal, una razón pragmática: la independencia hispanoamericana garantizaba la nuestra. Venezuela siempre ha sabido liderar la defensa del panamericanismo ¡y de la democracia!, en el convencimiento de que sólo así podemos consolidar la nuestra y prosperar como nación. Nuestra política exterior hasta hace pocos años se había caracterizado por la celosa defensa del no intervencionismo y por nuestra independencia geopolítica, la cual nos llevó a mantenernos neutrales en las dos Guerras Mundiales, a pesar de las presiones ejercidas por las potencias enfrentadas. No obstante, fuimos consecuentes en el respaldo a la instauración de organizaciones supra-nacionales que redundaran en nuestro beneficio; así, en 1948 suscribimos la creación de la OEA; en 1969 propiciamos la creación de la CAN (Pacto Andino) que garantizaba un mercado cautivo para nuestros productos. Igualmente, en 1960 y por iniciativa del ministro de Minas e Hidrocarburos venezolano, Juan Pablo Pérez Alfonzo, se había creado la OPEP, que se convertiría en el ente defensor de nuestro principal producto de exportación.

En lo político, luego de la instauración de nuestra democracia, hemos sido consecuentes en la defensa de los derechos humanos y garantías democráticas. La conocida “Doctrina Betancourt” (1959) pregonó el aislamiento y sanción política de los regímenes dictatoriales que agobiaban a unos cuantos países del área; y que propició posteriormente la expulsión de Cuba del seno de la OEA debido a su apoyo a la insurrección armada comunista latinoamericana, que en Venezuela se materializó con la invasión cubana a Machurucuto (1967) que costó la vida de no pocos venezolanos. Es reconocido el apoyo venezolano en el fortalecimiento a las democracias española y portuguesa a mediados de los 70s; así como en la defensa de las democracias centroamericanas azotadas por movimientos guerrilleros castro-comunistas a lo largo de los 80s. Con motivo de este apoyo, y debido a la supuesta malversación de 17 millones de dólares de la Partida Secreta enviados a Nicaragua, fue enjuiciado y destituido el presidente Carlos Andrés Pérez. Era otra Venezuela, eran otras instituciones. El respaldo que dio Venezuela a Argentina en ocasión de la Guerra de Las Malvinas (1982), invocando el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca, fue más allá del ámbito diplomático pero sin protagonismo ni condicionamientos políticos.

Hoy, la historia es otra. No hay dudas de que la imagen “redentora” de Chávez ha generado un interés inusitado que le ha permitido proyectar una voz que se escucha más y con más atención, inclusive, más allá de nuestro continente; lo preocupante es lo que manifiesta esa voz. La solidaridad automática con movimientos de tendencias radicales de izquierda o fundamentalistas, muchas veces proscritos por las instancias internacionales, o con naciones cuyos regímenes son señalados por la violación de los Derechos Humanos de sus ciudadanos o que utilizan la entidad presidencial como patente de corso, nos colocan como un país cómplice de delitos de lesa humanidad; con una diplomacia epiléptica y desprofesionalizada que expulsa embajadores o rompe relaciones con una irresponsabilidad rayana en ridiculez. Adicionalmente, y en búsqueda del establecimiento de un liderazgo internacional acorde a la exacerbada megalomanía de nuestro presidente, nos hemos convertido en la fuente de financiamiento y soporte de unos cuantos países que se han aprovechado de nuestra estentórea “bonanza”; en detrimento de nuestra propia estabilidad económica.

A diferencia del Acuerdo de San José (1980), por ejemplo, por medio del cual México y Venezuela suministraron petróleo en condiciones preferenciales a países centroamericanos y del Caribe, pero cuyas facturas eran religiosamente canceladas a riesgo de la suspensión del beneficio; hoy, al establecer “intercambios” o facilidades el condicionamiento es estrictamente político. A manera propagandística subsidiamos sectores específicos de ciudades tales como Nueva York o Londres (esta última declinó la ayuda por considerarla inmoral); sin embargo, no se invierte en el desarrollo o mantenimiento de PDVSA. Los incuantificables acuerdos económicos firmados con los países del Alba y Petrocaribe parecen más donaciones que intercambio. Hemos financiado la construcción de viviendas, carreteras y plantas industriales, así como la dotación de equipos y maquinarias, pero fuera de nuestras fronteras. Las 345.000 casas construidas en diez años en nuestro país representan el más bajo promedio anual de la era democrática (si el actual régimen puede seguir siendo catalogado como tal); las carreteras, avenidas y calles jamás estuvieron en peores condiciones y nuestras industrias se encuentran en condición crítica… todo esto en medio de la mayor bonanza petrolera disfrutada por Venezuela en toda su historia.

El buen padre de familia antepone el bienestar de los suyos al de los vecinos. La solidaridad internacional no es mala, ¡la irresponsable dilapidación de los recursos de nuestro necesitado país, sí!

17 de noviembre de 2008
 

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